Un influencer llama a tu puerta

PAULA NEVADO
Fotografía: PAULA NEVADO

Algunos (o muchos, no se sabe) bloggers, youtubers e influencers quieren comer en restaurantes chic o dormir en hoteles con encanto por la cara. El menudeo de este tipo de activistas de la imagen, la pluma y el espectáculo está creciendo a modo de creer a Begoña Rodrigo, chef de La Salita y Nómada, en Valencia. Cuenta en El Comidista que «si entrase al trapo (de las demandas) habría días que entre influencers y críticos de pacotilla que solicitan comer no abriría la caja». Ahí es nada.

Da la impresión de que una nueva mara se extiende por estos negocios (y muchos de otro tipo) tan frágiles, pues dependen de millones de azares y no hay algoritmo, por milagroso que sea, que pueda predecir su éxito. Una amenaza propia de los nuevos tiempos en que todo parece ya vivir y cabalgar en una red ruidosa y misteriosa al tiempo. Un espacio infinito de ambiciones en el que se suceden las aglomeraciones y los codazos. Porque Internet da a luz a diario millares de personas «importantes e influyentes» –que además se creen útiles– y cobran por ello de una manera u otra.

Los que observan con detenimiento ese agujero negro inconmensurable atestado de datos, emociones, negocios y basura, mucha basura, apuntan que bajo la protección del anonimato, la celeridad inaudita y la ambición sin límites, se están produciendo los mismos desafueros (crímenes) que en  nuestro mundo terráqueo de desigualdad y cambio climático. Pero con un matiz del tamaño del Everest: su número es infinitamente mayor. La intimidad violada del grueso de la humanidad está a merced de los hackers, las bandas criminales y los poderosos del mundo… y también de los raterillos, los aprovechados, los raros y los millones de listillos que disfrutan tanto de los vacíos legales enormes como de las calles oscuras de las redes donde habita el miedo.

 

LOS PINTUREROS DE LA RED

 

En un tiempo en el que «nadie sabe lo que es publicidad», como escribe el experto abogado en comunicación Ricardo Pérez-Solero, los norteamericanos -esa clase de hombres que encuentran dinero donde nunca lo hubo- se devanan los sesos para delimitar qué es información y qué publicidad en la red, y hasta dónde alcanza el copyright y los derechos de autor. Pero ni siquiera ellos consiguen agarrar esa culebra de agua.

Así las cosas, cuando en la tierra no hay dorados por descubrir, los nuevos aventureros del mundo (y aquellos que tienen hambre de todo) se lanzan al éter, entre el chisporroteo de las redes, sin más caña de pescar que toneladas de moléculas de codicia, la voz de la amenaza y el engaño por bandera.

El comentarista gastrónomico de periódico y revista especializada viene siendo desplazado por una nube de aficionados convertidos en famosetes en su rinconcito de la red gracias a toneladas de osadía, un puñadito de talento, habilidad máxima y suerte. Son los pintureros de la red que, con sus millares de seguidores, llaman a los negocios que detectan en sus pantallas para ofrecerles unas pinceladas de su arte a cambio de una suculenta comida o un relajado fin de semana frente al mar. Claro que si al menos comentaran con tino la excelencia del plato o lo increíble del lugar, podría pasar; pero no, la mayoría ofrece una foto chula, un comentario de la extensión de un tuit y un me gusta muy grande.

Ahora ya sabemos para qué vale (también) tener montones de seguidores. Los Montoro del mundo y sus abogados, los policías y los servicios muy secretos no logran dar con la tecla que les lleve a conocer el monto de estos negocios y ponerles reglas. En tanto esto sucede, todo aquel que tenga un negocio que necesite ser expuesto en la red debe saber que a diario llamarán a su puerta numerosos petulantes ofreciendo sus servicios.

 

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