Sevilla: La eternidad que se come con los dedos

Teresa Muñiz
Fotografía: Teresa Muñiz
Teresa Muñiz
Teresa Muñiz

El turismo de ciudad masivo que conocemos en numerosas ciudades europeas –singularmente italianas, pero también de otros países- es moneda corriente en algunas localidades españolas como Barcelona, que se queja de la invasión, y Sevilla, que lo acepta como algo natural. El sevillano no protesta porque su hiperpeatonalizado centro de la ciudad esté repleto de ciudadanos europeos, también sudamericanos y asiáticos en crecimiento; ni siquiera le asombra que sus tabernas, tiendas, restaurantes y expendedurías tradicionales se hayan transformado en transparentes locales modernos.

La Sevilla de la hospitalidad y el barroco como esencia de su alma ha transformado su piel sin que mude un ápice su paisaje, de tal manera que parece otra sin serlo en absoluto. Se han abierto en los últimos años miles de locales para el refrigerio, el tapeo, la comida, la compra y el ocio, descarnando los locales del pasado y tuneleando su casco antiguo tan enorme – incluyendo el magnífico Arenal – hasta llegar a la raíz misma de sus cimientos.

La Sevilla de la postal ha cambiado de cara pero solo en apariencia: locales más amplios, mobiliario del momento, tiendas especializadas con esmero y camareros y dependientes que sonríen siempre y hablan inglés. Una mañana límpida de octubre en la Avenida, si te fijas en la cara del personal repantingado en las múltiples terrazas u ocioso admirando el paso del tranvía, te devuelve el eco un espacio parisino, o acaso un lienzo veraniego de Ámsterdam frente a uno de sus mejores canales.

Hay infinidad de visitantes –demasiados dice algún castizo, que también aquí los hay- pero no estorban como ocurre en Barcelona, Florencia, Roma  o Praga en verano. En la capital del Sur, seguramente porque sus hijos están tan acostumbrados a las bullas de Semana Santa (¡Qué película eterna la de Manuel Gutiérrez Aragón y el infatigable productor Juan Lebrón sobre la Sevilla de la pasión, sus cristos y  vírgenes!) y el trasiego polvoriento de la Feria de Abril que ni siquiera se percatan de tanto embeleco.

Sevilla, a juicio del entendido, es referencia mundial del turismo urbano “con haber enseñado solo el tobillo, lo obvio, lo imposible de velar: sus monumentos públicos, sus torres, sus plazas y la manera de vivir y gozar de sus gentes: calle, conversación, risas y amor desmedido por su ciudad. Su auténtica riqueza y la más sorprendente belleza se mantienen ocultas en palacios y casonas; iglesias, capillas, criptas e instalaciones increíbles de las viejas industrias que vienen del XVIII hasta el modernismo”.

El viajero podría completar toda una mañana de su ocio inquieto solo ramoneando en una pequeña iglesia perdida  -aunque armoniosamente cuidada- en plena retícula del barrio de Santa Cruz. Por ejemplo, si te encuentras al azar con la fachada dieciochesca, de intenso beis, de la iglesia de San Nicolás de Bari y empujas con sigilo el lateral de su contrapuerta, te encontrarás con una sorprendente llamarada de pequeñas capillas barrocas perfectamente doradas que te darán un subidón inesperado.

Si además logras que un señor menudo, discreto y silencioso que por allí pulula, entre nichos y sacristías agolpadas en el tiempo, abra la boca y te hable de la talla que representa a San José y luego sobre una pintura de la Virgen ”¿Cómo se llama? Es de los mexicanos” “La Virgen de Guadalupe” “¡Esa!”, entonces has alcanzado el bingo de las pequeñas emociones, porque de corrido te contará parte de su vida (o lo que él recuerda de lo que fue su vida)  y ya te quedarás con él entre columnas rosadas hasta que llegue la hora de la cervecita.

Decía que Sevilla solo cambia de maquillaje; paisajes tiene que podrían equipararse con espacios o monumentos que localizas en Praga, Roma o Estambul. Pero con solo cruzar el umbral del restaurante y pedir la carta, o pasar bajo la portada de acceso al Alcázar y oír la voz del guía, sabes que solo puedes estar en Sevilla, la eterna que llaman todos ellos. Su Alcázar es único, como el planeta Marte es único, y las acedias fritas a su manera no las superará nunca nadie.

Sevilla tiene su especial medida del tiempo porque, como queda dicho, le tiene cogida la medida a la eternidad. Así, una década para su gente equivale al cruce de una nube de primavera: una mancha pasajera en el cielo. La tradición se impone de tal manera que para poder situarte en su  retablo mayor necesitas haber acreditado ganar más batallas en tus afanes, oficios o talentos particulares que el Gran Capitán en Italia y, aún así, los purgatorios pueden durar siglos.

Por ello, la carta del canon en Sevilla es perenne como el granito tallado: todos los restaurantes la copian y la sirven a su modo. Nadie osa romperla y es dificilísimo añadirle nuevos platos o incorporar apegados sabores a los de siempre. En los últimos años solo un restaurante, Casa Robles, logra incorporar nuevo sabores y colores al menú más confirmado del sur de Europa. Echen una ojeada a su carta (www.casa-robles.com), aparecen nuevos bailes con los productos esenciales y se huelen fusiones que vinieron de otros lados del mundo. Pero no crean que la carta de Sevilla camina segura por esos derroteros; solo le dejan hacer, la esencia está en otros lados. Para no perderse entren en la web de Modesto (www.modestorestaurantes.com ) y observen: aquí encontrarán algo de  la eternidad sevillana.

Teresa-Muñiz3-150x150TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.

Un comentario en «Sevilla: La eternidad que se come con los dedos»

  1. Sevilla, cuanto tiempo sin pisar sus calles del casco viejo y de Triana. Tiempo perdido y en marzo no oler el azahar en el barrio de Santa Cruz u pecado contra la propia vida.

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