Nos queda hablar, hablar sin parar

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Un número creciente de personas vive ayuntado al miedo; el miedo es el amo en nuestro tiempo covid. La soledad, ese estado de sequedad creciente en el que se venían enraizando nuestras sociedades urbanas de personas dispersas y ajenas, se queda rezagada al verse rebasada por una loca y acelerada carrera humana de desamor. La calle, los medios de comunicación, las redes sociales y nuestros pensamientos se vienen colmatando de ejemplos de tal desgarro.

En los últimos días de niños y escuela, asistimos a gimoteos, llantos y ataques de ira de padres; millares de padres y madres atenazados por el pánico cuando dejan a sus hijos en el colegio. ¿Qué les pasará? Hijo, no hagas esto ni lo otro; no bebas, no comas, no te toques, no toques, no, no, no. Y descargan su paura contra el micrófono que se les pone enfrente, contra el maestro, contra el Gobierno, contra sí mismos.

Nuestro mundo se divide, como dice el más sutil de los pensadores modernos, Theodore Zaldin, entre “la gente que desea vivir en una fortaleza (…) y los que viven en un porche abierto al mar y quieren viajar por el mundo”. Para los primeros, sentencia, su encierro es la libertad y para los segundos, está en la intemperie.

Así que nuestro universo se viene convirtiendo en un solar de hombres y mujeres recelosos, intolerantes y dogmáticos en progresión a los que es imposible advertir de que lo que ellos tienen por libertad, en realidad es  su cárcel. “La única manera de que atiendan a otras palabras diferentes a las que describe el miedo que les protege es insistir en hablar con ellos en lugar de combatirlos”, nos dice Zaldin.

 

“Lo que teníamos por seguro ayer ya no nos vale”.

 

Rebatir sus convicciones de hierro tiene el mismo efecto que despojar a un niño con berrinche del talismán de su mono de trapo o la muñeca demacrada. Se imponen las relaciones humanas dulces y sencillas; las que en cada caso creamos que pueden conducir a una cierta armonía; esas que protegen de los demonios que mueven nuestras creencias sin que siquiera nos percatemos de ello. Porque nuestro estado es muy delicado pues lo que teníamos por seguro tan solo ayer ya no nos vale: tenemos que reinventarnos… ¡Puf!

Nos queda casi como único rescoldo de esperanza la fuerza consoladora y transformadora de la palabra contada cerca del oído; lo que ven nuestros ojos cómo se fabrica; lo que rotula nuestra mirada; lo que alcanzamos con las manos; la poesía de nuestras risas… Todo ese “huerto de la felicidad” que ahora la pandemia nos prohíbe pasear: el aliento de la palabra, la magia del encuentro y el beso; el único consuelo, el ungüento más curativo.

El hombre más solo y airado, el más arrastrado y salvaje, siempre tiene la posibilidad de la palabra generosa aunque sea un carminativo. Y ahora no es posible. Nos llega, sí, por medio de la onda telefónica o la apariencia visual de la imagen que nos trae la pantalla; pero nos suena metálica, postiza, lejana. El escaso bálsamo que nos alcanza de ella viene de que confiamos en que esa persona querida que oímos o vemos bailar o gimotear, la tendremos en persona pronto, la abrazaremos en poco tiempo.

 

“Necesitamos más que nunca hablar y hablar”.

 

Las tecnológicas, sus comerciantes y ya hasta los gobiernos en sus rodillas se esfuerzan por convencernos con discursos de sus miles de neurólogos, psicólogos y hasta filósofos de plantilla, que las palabras en lata pueden informar y emocionar tanto o más que las que nos llegan de manera directa. Fijémonos, dicen, en la música y sus canciones cómo nos atrapan, motivan e inspiran; el efecto reparador del buen cine y la limpieza de alma que nos procura. Y la lectura de los libros que más nos gustan.

Puede que tengan su razón los arúspices de la moderna nube que tanto se esfuerzan por convencernos de que más allá del desierto que nos abrasa hallaremos el océano. Ocurre, sin embargo, que ahora nadie nos puede persuadir de que exista nada más allá de nuestro espejo abandonado por el azogue. Necesitamos más que nunca hablar y hablar hasta que logremos sentir que el beso que nos llega a través de la pantalla sabe a los labios de ella. Entonces nos convenceremos de que los profetas habrán acertado.

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