Jordania: café de tigres

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Jordania es un velo negro derramado a retazos sobre un desierto desmayado que derrota el sol todas las mañanas; también dibujos inocentes de beduinos y pastores grabados en las rocas areniscas del desierto de Wadi Rum. Poco más. O sí, una ciudad capital, Amman, absurda. Más de cuatro millones y medio de personas esparcidas en miles de viviendas encaramadas sobre decenas de colinas sin transporte público, ni un jardín, ni un banco, ni una acera: calor  y contaminación.

Aún es posible imaginar, desde la lontananza que regala la cima del monte Nebo, el delirio emocional que debió fulminar a Moisés cuando divisó la Tierra Prometida: riberas feraces del río Jordán – huerta y pastoreo – que se repartieron los doce hijos de Jacob. También el anclaje de los nabateos en Petra, gloria natural que convirtieron en lugar sagrado y único donde adoraron a sus dioses y se enriquecieron alojando y comerciando con las caravanas. Y claro, la presencia intermitente de pastores y beduinos a remolque en el último vagón de la Historia.

Es un país joven e inexperto que se viene construyendo libando memoria en las leyendas del Antiguo Testamento – “Sus profetas también son nuestros”, afirma con determinación el guía, un islamista doctrinario, que odia a Israel y detesta Occidente -, también del paso del pueblo nabateo por los roquedales anaranjados de Petra, la enorme impronta imperial de Roma, los bizantinos cristianos, después, y el Islam “para siempre jamás”.  Añadamos también un cierto toque de la soberbia milenaria de la gran Siria y hasta ese “calorcito” que proporciona el portal de Belén que tienen a la vista.

Aunque quizás como más reconfortado se siente este país es al notarse convertido en un insólito rincón del Oriente Medio al que no le alcanzan las grandes bofetadas – en forma de amenaza y fuego – que se reparten a placer en la zona. Parece algo así como la metáfora de aquel mítico Café Rick, de la película Casablanca, en el que cada noche se daban cita los peores ejemplares de la guerra mundial de los cuarenta sin que unos y otros terminaran a balazos. Abdalá I, Hussein y su hijo Abdala II no han sido precisamente ningún Humphrey Bogart, pero lo parecieron, y el último aún lo disfruta. Siempre respirando del aliento de norteamericanos, árabes y aún israelíes pero, eso sí, con mujeres bellas a su lado, o en el recuerdo.

Es un país desventrado, comido por la brasa del cielo y solo levemente dichoso gracias a los oros que descubre el sol de la tarde en tantas planicies y barrancos de tierra albariza como lo abrazan. Si cayeran, aunque fuera solo dos gotas agua al año y dispusieran del visionario adecuado, producirían vinos excepcionales. Pero eso no se dará, o no ahora al menos; continuará siendo lugar de paso de bárbaros intermediarios que pagan el hospedaje con ayudas internacionales para alimentar con pan y cebolla a millones de refugiados (más de 2,5 millones de palestinos, más de 1,3 sirios, más de…) y sitúan a su rey en el envidiable estrado de los moderadores del mundo y sus reinas son regaladas con  las mejores portadas rosas del orbe.

 

«Horizonte inspirador para limpiar la mente de asperezas»

 

Jordania es un país que gustará a los amantes del desierto y, acaso, aquellos que le inspire buscar un conejo y, tras ochocientos kilómetros de caminos y carreteras, no encontrarlo, aunque le aseguraron que existe. También excitará a aquellos que aún acuden al río Jordán, cuyo símbolo bautizó a medio mundo, y no se percatan de que es un riacho zarco.

Es, no obstante, un pequeño trozo del Islam pobre pero (casi) en paz desde que el ejército de Hussein arrolló a los tanques sirios y humilló los fusiles y cañones de los agresivos palestinos hace décadas; que come más o menos lo mismo que libaneses o iraquíes; que reza más o menos como egipcios o marroquíes; que odia a Israel más o menos como iraníes u omaníes; que atiende al rezo del muecín más o menos como el kosovar o el azerbaiyano.

Un país, en fin, que aún hoy cultiva el mismo trigo que alimentó al emperador Adriano en su visita a Gerasa, grano extraordinario y único; un país, como la práctica totalidad de los que conforman el volcán del Próximo Oriente, que rechaza incluso con fiereza la yihad y sus asesinos barbudos, pero no hace demasiado esfuerzo para ponerse de acuerdo con otros para yugularlos.

El desierto no es monotonía, ni el hermano de la nada inabarcable; es quizás el depositario más rico en noticias de los miles de secretos que guarda la tierra y fuente de conocimiento impagable del rular del universo. Es también ese lugar de infinito horizonte inspirador para las personas que desean  limpiar la mente de asperezas, y regazo imaginario de los artistas que buscan nuevas dimensiones del espacio; esa clase de personas que presienten que la razón de la materia, al retorcerla y malearla, culmina cuando la emoción e inspiración del artista encuentran una nueva explicación que llamamos belleza.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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