Falcon Crest a la española

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Muchos besitos, carantoñas y millones de selfies, sí: nos invade todo ese menjunje preñado de almíbar, pero el romanticismo ha muerto. Demasiados hombres de acción y trillones de tuits enardecidos y ponzoñosos que, sin embargo, no llevan épica, sino malicia y destrucción. Oleadas de aviones ufanos de ser porteadores de la aventura y el safari, que en realidad acarrean corderos que inundan esos parques temáticos en que convertimos nuestras ciudades y las viejas ruinas capitales del mundo.

El romántico que busca el imposible Santo Grial de la perfección viene siendo desalojado con saña de sus laboratorios y fábricas por los hijos de la revolución económica y tecnológica en marcha. Los nuevos dirigentes del mundo – gente rápida y práctica – odian la búsqueda de la perfección y a quienes tienen el talento y la paciencia para tratar de alcanzarla; creen que vencer el tiempo, con su parsimonia, es el nuevo objetivo, la meta de la civilización triunfante que alumbran. La diferencia, la distinción entre la excelencia y la vulgaridad creen superarla con la publicidad que crea tendencia y moda; que mitifica deseos y satisface las ambiciones.

Este correr y conquistar contamina todos los afanes del hombre: todo debe de ser atractivo y barato. Se trata de establecer una línea que encuentre la similitud entre el artista y el peón, el filósofo y influencer.

Este huracán que todo zarandea entra con astillas de crudeza también en el Sancta Sanctorum de nuestras grandes bodegas. Los nuevos enólogos, las llamativas etiquetas con sus reclamos provocadores, los caldos de diseño y diferentes provenientes de viejos pagos que asoló la filoxera y la emigración, ofrecen vinos (que bien pudieran haber nacido como el tomate y el pimiento de Almería: arena, plástico y modificación genética) que deslumbran a los hijos y los nietos de los bodegueros laboriosos y austeros que solo escucharon a la tierra. Y ansían producir lo mismo: vinos guapos y embaucadores; galanes jóvenes que seduzcan al nuevo consumidor, ligeros, asequibles y con glamour.

Están decididos a dejar vacías las bodegas todos los años y el mismo mes. «¡Fuera existencias!», proclaman. El vino almacenado cuesta mucho dinero; el crianza, aún más; y los reservas se les antojan una ruina. «Nadie quiere reservas ya», vocean, «son demasiado exigentes al paladar y muy caros».

 

Paródica tragedia

 

Pero quedan viejos bodegueros románticos que se resisten como Alejandro Fernández, el creador de unos de los grandes dioses modernos del vino llamado Pesquera. Rechaza que sus vinos roten por las bodegas a la velocidad de un Fórmula 1 y que su industria millonaria, de altísima calidad, se banalice en decenas de diminutas marcas que desnaturalicen su nombre y despilfarren su esencia. Y entonces, algunas de sus hijas y los intereses tan voraces del nuevo tiempo, lo expulsan de sus bodegas con una asignación económica mínima, una casa en Valladolid y una admonición: «Pleitea, ¡papá!»

Aunque no está solo en esta furia. Hace unos días se conoció que el reconocido enólogo José Manuel Pérez Ovejas, de Viña Pedrosa, fue desvinculado (ahora se llama así a quien se manda al paro) de la firma familiar. Y antes hubo grandes trifulcas en casas como Viña Sastre, y no sabemos en qué va quedando la gresca – que quiso ser clandestina – entre los propietarios de Vega Sicilia. Sí, las bodegas que levantaron ese faro tan gigante en el centro de Castilla llamado Ribera del Duero – y tantas otras de otras denominaciones acreditadas – han entrado en un estado de paródica tragedia, pero no por penurias económicas, porque todos ellos se hicieron ricos, sino a consecuencia del fatal designio de las segundas y terceras generaciones y ese viento de feroz ambición que nos trae este tiempo histórico.

Las investigaciones enológicas han aportado vinos gigantes y las escuelas de negocio han traído riqueza a sus gestores, pero también los han infectado con la competencia sin regla y medida y una codicia infinita que los lleva a sacar dinero del vino como sea.

P.D.- Mi amigo Daniel, el francés de Soria, enorme conocedor de nuestros vinos y mejor propagandista, sostiene que al vino de la Ribera solo le falta tiempo en bodega para ser grandísimo, de los mejores tintos del mundo. Pues los hijos y nietos de los padres creadores lo quieren hacer modernito a base de estiramientos y buenas trallas de pilates.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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