Fismuler (escalope vienés)

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Con solo dos o tres salidas nocturnas por cualesquiera de las zonas de restauración creciente de Madrid llegamos a la conclusión que la capital de España es una fiesta. Su bullicio y creatividad culinaria, para la diversión y la copa, recuerdan el célebre título que Ernest Hemingway puso a los textos que rememoraban sus intensas noches en París cuando la ciudad de la luz era una fiesta.

Si te lo propones, cada noche encuentras una o varias sorpresas. Esta ciudad abre y cierra un puñado de locales cada día, y existen gorrones que están al tanto de inauguraciones y otros descorches para llenarse la panza gratis total entre divertidos y abundantes ágapes.

No hay día en el que no te llegue la onda de la apertura de un nuevo local de disfrute para el gaznate, una desconocida y sorprendente cerveza o un postre singular a base de higos extremeños. Se vive la novedad como el joven ansía la salida y el disfrute en la calle. Una vez localizado el “útero gastronómico de la noche”, nos sentimos los reyes del universo por unas horas. Pero la noche del día siguiente nos hemos olvidado de la felicidad enorme de ayer dado que el rincón que acabamos de encontrar hoy es la mejor caricia que te puede dar Angora.

Uno de estos lugares sorprendentes debe de ser el restaurante Fismuler (Sagasta, 39 Madrid). Entras en él y te atrapa la fuerte sensación de andar por un viejo caserón roñoso, castigado por el olvido y el polvo que almacenó el tiempo. Pero la música bien escogida en Spotify te informa de otras cosas: el lugar cobija gente joven que va a los conciertos de Vetusta Morla. Allí se oye bajito a Ray Lamontagne y Eddie Vedder, el indie folk norteamericano y también el cándido e intimista español.

El ambiente visual es festivo. Chicos y chicas jóvenes y algunos maduros informales; no se ven corbatas, ni sombreros y nadie se dejará un mantón en el respaldo de la silla. Mesas de hasta 16 sillas todas ellas de madera lavada con sosa cáustica. Se siente el ruido, aunque sin oprimir el tímpano. El local es grande y despejado, y al aproximarte a los baños recibes de sopetón una imagen que te lleva a las viejas letrinas de los años sesenta. La mugre visual parece verdadera, pero aquel verdín sucio que mancha los zócalos es solo attrezzo: la baldosa mugrienta es un exquisito gres decorado.

En el salón del fondo, grande y redondeado, se aprecia de inmediato que estamos en un semisótano. Desde las sillas que nos han dispuesto observamos, con solo mover cinco grados los ojos, cuatro razonables ventanas protegidas por ese barrote macizo tan español que viene desde el siglo XVI hasta el XX. Se ve la acera de Sagasta y casi todas las miradas de la calle se derraman sobre nosotros como si estuviéramos de festín en una mazmorra.

Claro que no existe tal cautiverio. Solo cocina atrevida y rápida de Nino Redruello a precio razonable. La oferta de la carta, que varía por días, es escueta, ¡mas para qué queremos inflación literaria de platos y más platos si tenemos ocho o diez buenos o muy buenos! Más restrictiva es la carta de vinos (riojas a gogó) y mínima la de cerveza: solo Mahou.

 

La mesa de 16 sillas

 

Los camareros son jóvenes, amables y correctos y te cuentan lo que más piden los clientes. La ensalada de burrata, brevas y algas fritas es excelente, nos gusta a toda la mesa. El alga frita tiene su punto. Llama la atención la presentación amarillo-verde rotunda de la tortilla de ortiguillas. No está conseguida del todo, o quizás es que seguimos atrapados por el sabor que nos viene de la ortiga de Cádiz.

El camarero que nos atiende es un joven kurdo. Amable, un punto irónico y divertido con un acento español tan afinado que pareciera haberse criado en Sigüenza con pasadas sucesivas por Sevilla. Te cuenta lo que sabe y pregunta lo que se les escapa. No pudimos terminar el tartar de atún, la base de celeri y brotes de acedera no le proporcionan la chispa suficiente; pero rebañamos el plato de postre, un helado de frutas del bosque bañado por una crema inglesa con unos golpes de merengue.

Un restaurante, en fin, para un tiempo y un abanico de personas amplio; ese tipo de gente que se cubre con la informalidad, viaja, canturrea idiomas y tiene una conversación con un repertorio en el que caben las emociones. Salimos pasadas las doce de la noche. En la mesa de las 16 sillas queda solo una pareja sentada justo en el centro. Se besan con pasión. Parecía la una última cena sin apóstoles. Una Magdalena rubia consolaba a un Jesucristo calvo.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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