Laguardia: El ojo de Noé

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Encaramados en la cima de la villa de Laguardia (Álava) observamos el mundo. Si diriges la mirada hacia el sur, tus ojos trazarán el mapa del vino más hermoso de España. Allá abajo, en lo hondo y hasta el fondo, en un día claro y luminoso de un mayo adelantado, tendrás bajo tus pies las bodegas que han marcado las horas de los bares y restaurantes de España durante el último siglo. Los nombres de sus bodegas suenan incluso en los oídos del sordo y atrapan los tímpanos de aquellos que aman el vino y lo disfrutan a conciencia.
Si te posicionas en dirección sur y afinas la vista desde aquel ángulo de la atalaya, verás cómo unas montañas bien siluetadas por la naturaleza sellan el horizonte del vino al fondo. Se trata de la histórica sierra de Cameros, en el mismo borde de la provincia de Soria. Pues bien, en un lugar de esa planicie de verdes y arcillas quebradas debió de quedar varada el arca de Noé al agotarse el diluvio. Porque no existe un paraje tan recogido y templado mejor en la Tierra para regocijarte en una borrachera de alegría.

Laguardia es el centinela del vino. Trazada en calles estrechas de origen medieval que enfilan de nordeste a sudoeste, es un expositor de las joyas líquidas de la zona. Tiendas y más tiendas que exhiben los vinos de toda la vida junto a otras etiquetas más atrevidas de tintos ligeros fruto de nuevos mestizajes que también quieren merecer en la zona. Son vinos más desestructurados y graciables destinados a bocas más desentendidas. Si exceptuamos la torre Abacial, un promontorio de piedra porosa bien cuadrado en el extremo más elevado de la población, las calles de la villa sostienen casonas abalconadas bien protegidas, ceñidas y austeras.

Allí es todo de piedra enrejada por una fragua irregular que tira a liviana. Es una población bien lisonjeada por su ayuntamiento, cuyo edificio apenas se distingue de tan comprimido como está erguido en un espacio escueto que no logró abrirse en plaza. A mediodía de sábado el movimiento en sus calles es reducido. Las tiendas van abriendo con sosiego y aparecen los primeros olores de la vida que se reproducen cada día. Pero no se oye una nota musical; las radios están mudas o “en los más profundos adentros”, y el silencio con el que saludan los portalones abiertos indica que allí habita gente más propensa a la reflexión y al trabajo que a la filigrana.

Bajando por uno de sus varios farallones (civilizados y bien cuidados), nos topamos con Bodegas Palacio cuyos caldos son sinónimo del más florido presente del vino. Además, si te detienes unos instantes y observas desde la altura descubrirás en sus diversas ampliaciones la memoria arquitectónica de un siglo en la Rioja. Las primeras naves de cubas se levantan estrechas, bien alineadas y adosadas. Sus fachadas son de piedra oscura iluminada con el contraste de la vieja cal que las sella. Y se quedan enanas, aunque coquetas, al lado de los nuevos almacenamientos de la propiedad: orondos y espaciosos hastiales coloreados con el tinte que distingue a la tierra.

Hay diversas formas de pisar y disfrutar la tierra de los pámpanos más fotografiados de España y algunos de los coupages más celebrados de Europa. Una, la más apropiada para los que no pueden acudir hasta la tierra de nuestra lengua, es dejarse influir por guías, videos y demás estampas que la celebran, acompañado de una botella de su buen vino en la mesa. Pongamos que del último crianza embotellado por Cuzcurrita. Otra consiste en sumergirse media jornada en una de sus bodegas históricas, o no tanto, para solazarte con el olor, el sabor y la palabra de los diferentes vinos que te ofrecen. Se suele terminar algo torpe de movimientos, aunque risueño y jovial de lengua. Las botellas que llevas amarradas a la mano al salir del festival de emociones te van contando que muy pronto repetirás la fiesta en tu casa y a tu manera. Supongamos que has dedicado un tiempo razonable al vino, la chuletilla y el descanso que te ofrece Viña Amézola en su casa de Torremontalbo.

La encontramos también chateando largo en diferentes bares de esa deslocalizada joya arquitectónica vasca llamada Ezcaray, y recuperando júbilo después en Echaurren. Verduras excelentes y un magnifico Viña Alberdi, que también es el de la casa. Y existe otro más difícil de realizar. Se trata de perderse entre los viñedos en coche -por caminos permitidos o vedados- durante todo un día para observar paisajes, comprobar la huella que deja el viñatero y los trastornos (o maravillas) que legó el tiempo y la historia a su paso.

La primera impresión que te alcanza es que existe un orden en aquella tierra de hoya en ocasiones quebrada: la superficie aparece limpia a pesar del mayo de lluvia y verdes tan crecidos, y que el cuidado y el amor por las cepas (no lo olvidemos nunca, la planta más venerada del mundo) es patente. Aquí y allá se observan hombres en el horizonte atentos a sus labores y, de vez en cuando, la presencia de una bodega: por Cenicero, Marqués de Cáceres; Carlos Moro, en San Vicente de la Sonsierra; Cuzcurrita al lado de su castillo; Montecillo, en Fuentemayor, y Haro donde encontramos el huevo de todo: Muga, Roda, Cune, Ramón Bilbao…

Dejo para otro apunte las nuevas catedrales del vino que vienen sembrando por el terruño las grandes bodegas que desean proyectarse en la era líquida de internet. Diré solo que son construcciones soberbias en su mayoría, vistas de manera aislada, pero puestas en su contexto territorial creo que deberemos de esperar unas décadas para entenderlas. Algunos recuerdan que a numerosos bodegueros jerezanos (y a la población de entonces) les ocurrió algo parecido cuando los linajes tories decidieron redimir la arquitectura bodeguera con nuevas construcciones en el sur de España a lomos de los siglos XIX y XX. Pero pasado el tiempo asombran aquellos edificios incluso en su ruina. Puede ser. Sabemos que fue el vino quien hizo que las iglesias cristianas compitieran en majestuosidad y arte levantando catedrales. Y se alzaran hasta alcanzar el cielo.

A PAULA NEVADO, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo.

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