Ladrillo a fuego lento

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Vuelve la especulación inmobiliaria y otras manos amigas del dinero fácil y abundante. Al menos su presencia se nota en el Madrid de ciertos barrios ricos y restaurantes tradicionales. Se llenan todos los días. Entras, por ejemplo, en el restaurante La Penela, de la calle Velázquez, y la primera mirada te lleva directo al año 2006. Una década larga hacia atrás, pero sin la humareda ambiente de entonces. Todo suena a abundancia y alegría.

El maître -que parece un ávido y entretenido acomodador de sala de opereta con ademanes de taberna- coloca a decenas de hambrientos del negocio en mesas rectangulares y seguras que huelen a tortilla de Betanzos líquida y ternera gallega, mollar y tierna, que se come con una mínima ayuda de tenedor. Sin embargo, han bajado de decibelios. El murmullo es algo más apagado que en los tiempos del rey ladrillo, cuando se desplegaban los planos de las urbanizaciones sobre los manteles hasta bautizarlos con la abundancia de riojas, riberas y tantos dedos manchados de restos necorinos de marisco.

Los restaurantes, que llegaron a situarse en las coronas mismas de los tajos inmobiliarios, ojo, no han vuelto, o todavía no; tenemos demasiada parcela por despachar aún y al banco malo (y al bueno) no se le agota la oferta de adosados y apartamentos, parcelas, campos de golf atestados de jaramagos y «urbas» a medio hacer donde los productores de cine y series más ratas ni siquiera se atreven a rodar películas de gánsteres y fantasmas.

El restaurante del eufórico del momento ha limado algo la rudeza del plato de callos de siempre y no sirve tres vuelcos colmados de verdinas por cabeza. Hasta aquí acude ya la boquita bien cuidada del millennial. Sí, también este avanza posiciones en el duro camino de la selección de especies en la competencia trilera, el dinero rápido y la influencia decisiva. Y cruza de aceras y barrios con gran rapidez y mayor agilidad. Ya no reposta solo en los ruidosos y coloristas locales en serie, minimalistas o neobarrocos, de canapeos, pequeñas pizzas y ensaladas divertidas. Ha descubierto el Ten con Ten (Ayala, 6) o El Paraguas (Jorge Juan, 16). Caza mayor. Le ha sorprendido el olor intenso de los oricios y el sabor de la centolla, el carabinero y el arroz negro de zamburiñas. Pero, claro, también el aporta algo a la nueva celebración de la alegría especulativa tan española y tan propia de determinadas clases y familias: la uva garnacha.

El vino de esta uva ligera está de moda. Es agradable de beber y de arquitectura vínica tan mínima como resultona y gozosa; se saborea sin tener que pensar mucho, pues en la boca va y viene como si de una conversación trivial se tratara. La garnacha se descorcha cada día más. También los cariñenas, monastreles murcianos y de Alicante y los artificiales de Madrid se encaraman en los locales que frecuenta el moderno protagonista del “vámonos que nos vamos”. Resisten los tintos del Vero, a pesar de los aludes de crisis que les han caído, y se ven menos de lo recomendable los grandes del Priorat. El sumiller que huele todo esto tiene claro el porqué: “Son muy buenos, pero le pesan demasiado dos ces: catalanes y caros”.

En Madrid es moda el amplio barrio de Chamberí. El derrumbe del precio inmobiliario entre 2010 y 2014, atrajo hasta esta zona céntrica de la capital más selecta, popular, con carácter y muy bien comunicada, gran cantidad de capital especulativo (la mayoría vía fondos de inversión) que se queda, goloso, con edificios, locales y viviendas a buen precio. Desde ellos despega el último año con abundancia de negocios, especialmente gastronómicos y de copas, pero también la oficina de representación de los mil avatares del negocio, el asentamiento de nuevos, o no tanto, profesionales de la comunicación, la abogacía, los focos y el arte.

Allí bullen operaciones como la calle Ponzano (mil locales de ocio y comedia siempre atestados), el éxito del gran local de comidas, copas y exhibición de palmitos y modas llamado Perrachica, de Eloy Gonzalo, y la osadía de la multinacional HAVAS, que trae todo su personal hasta este barrio castizo. WPP hace lo mismo, pero se asienta en Ríos Rosas, en el poderoso y ametrallado edificio que fue de Telefónica. Junto a ellos, una pléyade de curiosos por estar presentes (ser actores) del momento expansivo que se viene abriendo en España muy parecido al que se dio en los primeros del año del siglo. Pero como queda dicho, con el sabor de la garnacha que arrumba al tempranillo. Están descubriendo el barrio donde se filman los exteriores de todas las películas y series de época y buscan el rincón de chulapas y gorrillas de la zarzuela sin encontrarlo.

El dinero fácil ha vuelto o, al menos se huele, en algunas zonas de Madrid. Y los millennial empiezan a descubrir los recios platos de cuchara y la mariscada casi obscena. A sus padres, después del mosqueo, les vuelve la sonrisa: los chicos valen.

A PAULA NEVADO, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo.

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