Un café a la carrera

Teresa Muñiz
Fotografía: Teresa Muñiz
Teresa Muñiz
Teresa Muñiz

Todo aquel que haya viajado (incluso rodado) por nuestro país conoce que no sabe lo mismo el agua de la sierra de Madrid que ese otro líquido tan tratado que escupen los grifos rebosantes de trueno en tantas localidades costeras levantinas. Todas son aguas pero solo se rozan en el nombre. Así ocurre con decenas de miles de productos ideados y fabricados por el hombre y otros tantos que vienen dados sin más por la naturaleza a su modo natural.

Hace solo unos días hasta mi nariz, tan prominente como escasamente escrutadora, alcanzó a sentenciar que era café auténtico lo que olía. Pasaba rápido – como no puede ser de otra manera en Madrid para los que en ella trabajamos- por la parte alta de la calle Fuencarral cuando me detuvo (literal) un extraordinario olor a café recién preparado. De inmediato observé a mi derecha el local de un cafetería para resilientes que llaman Starbucks, pero en un nanosegundo me respondí que no podría venir de ella porque “de aquella madriguera no podrían salir esos cachorrillos tan lindos”.

Justo dos portales más abajo del devorador de cafetos norteamericano apareció, rojísima y antigua, la fachada de una tienda de La Mexicana. Uno de sus dependientes se movía por las inmediaciones del portal ofreciendo pequeños cafelitos en vasitos de cartoncillo plástico. Y había inundado el contorno de aromas.

Me detuve o dos o tres metros del chico; busqué su mirada y al instante me extendía su largo brazo con un café en la punta de los dedos. Retrepé la espalda sobre la barandilla de hierro que corona la salida de un aparcamiento y suspiré con el primer sorbo: “No es lo mismo”. Recordé – como si de un sueño en sepia se tratara- la manera de usar la cafetera italiana que relataban los primeros vendedores de este utensilio bendito cuando la promocionaban en España en los años 60/70. Decían algo así como que procuráramos echar buen agua, un buen café recién molido con la textura del azúcar y, sin presionarlo, cerráramos la cafetera, ponerla al fuego vivo con la tapadera abierta y esperar unos minutos hasta que los borbotones nos indicaran que debíamos taparla.

También me pasó por la cabeza, a la manera del rayo, cómo luego en nuestros bares y las novísimas cafeterías los camareros no hacían ni puñetero caso de aquellas recomendaciones tan sencillas y razonables, pues mezclaban su regular café con el pésimo torrefacto y apretaban (lo continúan haciendo hoy) la cazoleta contra un saliente del molinillo del café como si quieran convertirlo en una torta. El resultado era (y es) un trallazo de cafeína áspero que disimulábamos (aún ocurre) con una almorzada de azúcar.

Las mismas máquinas italianas que inundaron (y persisten) nuestros bares y cafeterías triunfan en Italia y Latinoamérica sin embargo. En cafés de Génova, Venecia o Trieste, por ejemplo, sus expresos son explosiones de intensidad y olor a gloria que se disfruta en la boca. La clave está en la calidad de la materia, el agua y la manera de prepararlo.

Hoy –supongo que aburridos de tomar tantos cafés apretados- nos olvidamos de ellos a medida que se cuelan por nuestras plazas y calles infinidad de franquicias que lo traen hasta nuestra mano empaquetados en enormes vasotes que llevamos a la oficina como quien porta la cartera, la libreta o el móvil.

Detenerse, pues, en la puerta misma de una de las escasas tiendas que venden café auténtico en Madrid, más que un acto para la nostalgia es una osadía de vanguardista, pues el joven (o jóvena, estamos en días de necesaria celebración de las reivindicaciones de las mujeres) al que alcanza nuestro aliento tras disfrutar de un colombiano todo arábigo siente un bofetón parecido a aquel que recibió el inglés curioso cuando tropezó con nuestro bendito ajo.

Si, no es lo mismo un café que otro, al igual que entre dos fritadas de patatas puede mediar la profundidad de un abismo o entre un vermut y otro, un desierto de hierbas frente a una docena de aromáticas de solana. Lo curioso es que el espacio que media entre lo aceptable y lo aborrecible no es tan grande porque la diferencia en precio nuestro comercio capitalista tan eficiente lo podría resolver sin grave quebranto de sus beneficios; ocurre que le hemos atribuido el valor del oro al tiempo y nos olvidamos, como dopados por una suerte alzhéimer, que existe algo que llamábamos cultura y tradición porque no resulta útil.

Viene al pelo para cerrar este apunte tan aromático traer aquellos versillos que canta Alejandro Sanz. “No es lo mismo estar que quedarse”. Eso, vamos de paso a la carrera.

Teresa-Muñiz3-150x150TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.

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