En el restaurante La Manduca, con mucha aprensión

Teresa Muñiz. Acuarela sobre papel 28 cm x 43 cm Año 2011
Fotografía: Teresa Muñiz. Acuarela sobre papel 28 cm x 43 cm Año 2011
Teresa Muñiz. Acuarela sobre papel 28 cm x 43 cm Año 2011
Teresa Muñiz. Acuarela sobre papel 28 cm x 43 cm Año 2011

Ana y yo hemos sido los primeros en llegar al restaurante. Se llama La Manduca de Azagra y está en una calle de Madrid muy desapacible. Coches por todas partes, ruido y unas aceras con demasiadas prisas. Pero el restaurante llama la atención por su sencillez: suelo de gres rugoso y oscuro y paredes forradas de una arcilla amarillenta y pálida. El techo pudiera ser de un material metálico en forma de sierra de suaves dientes. Mesas ligeras vestidas de impolutos manteles de algodón blanco, varias lámparas melosas distribuidas para disimular rincones y todo él iluminado de esa manera que no notas la luz porque ella misma se hace tan invisible como el aire.

Es pronto y ya hay varias mesas ocupadas. El servicio lo prestan sólo camareras de semblante serio, circunspectas y profesionales. El maître, que es el único hombre y el dueño, se mueve por la sala entonces como un pavo real. Es una criatura risueña, de mediana edad y pelo blanco.

– ¿Venís con el grupo del señor Macadán, no?

– Sí, sí, hemos llegado pronto quizás, respondí.

– Para nada, sentaros, ahora os traemos un aperitivo. ¿Unas cervezas quizás?.

Nos sentamos en la esquina que da a una perspectiva amplia del local. Ana comenta que a este restaurante acude mucha gente conocida: políticos, artistas, empresarios, periodistas con poder…

– Sí, Ana pero me está pasando ya lo que me ocurre siempre en estas comidas de empresa, se me agarra al pecho una aprensión que no sé desvanece hasta que me tomo dos o tres copas de vino.

– ¿Y eso?

– En tres ocasiones me han despedido del trabajo días o pocas semanas después de Navidad. Será esto la causa del canguelo que me alcanza.

– ¡Es que lo de ser administrador es tan expuesto!

– ¿Expuesto? Los que van al límite son los dueños de las empresas, esos son los que se exponen. Por estas fechas, y un poco antes, siempre hacen la misma pregunta: ”¿Hay que pagar mucho de sociedades este año?” Si le cuentas la verdad, te llenan de facturas falsas “para equilibrar”.

– Bueno, y a ti qué más te da si firman ellos.

– Sí, ellos firman pero es a mí al que echan ipso facto si es que no trago con todo, o un poco más tarde si viene Hacienda con la merienda.

– Pero los Macadán parecen buena gente.

– Sí, lo son, pero mi cuerpo no responde a la buena opinión que tengo de ellos.

Han traído unas mahous, unos platitos de tomate en ensalada muy rico, unas alcaparras y aceitunas gordales. Estamos casi todos. Maruja, una de las propietarias del bufete, relata las bondades del restaurante: “Es famoso en Madrid por sus verduras. Son navarros. Aquí he comido las mejores alcachofas fritas de mi vida y las borrajas más finas del mundo. Las pochas, en su tiempo, son sublimes, y jamás fallan con el pescado. Además, tienen platos que son raros de encontrar en restaurantes chic: pepitorias, callos, mollejas de cordero…

Detrás de la jueza, como llamamos por lo bajo a Maruja, se oyen unas palmadas de aplauso. Son de Luis Miguel, el maître: “Se me ha adelantado la señora. Ya no tengo que cantaros la carta”. Y tras las risas, el certero rejón del buen vendedor: “Nos han entrado esta mañana unas lubinas salvajes de unos diez kilos. Están impresionantes. Si lo desean… Supongo que porque la mayoría son mujeres, el “síii” es casi unánime.

El señor Macadán ha llegado hace unos minutos, pero se detiene a saludar en dos mesas. Se nota que quiere dejarse ver. Seguro que exhibirse en La Manduca le ayuda en el negocio. Una de las personas con las que conversa es Ángel Acebes, que fue ministro de Justicia, y la otra es el nuevo director de El Mundo. Sí, aquí viene gente que está en la pomada.

Y Ana acaba por confirmar la impresión que voy sacando del establecimiento. Me comenta que su anterior jefe, un productor de cine y televisión, le decía que aquí vienen habitualmente ministros de todos los colores y hasta presidentes del Gobierno. Ha pasado el rey y las infantas, Almodóvar y Penélope, Serrat y Pablo Alborán, Xabi Alonso y el de El Larguero. Aunque lo más maravilloso que vio fue a un grupo de modelos picando con champán y bromas en el descanso de un posado para un calendario famoso.

– ¿El Pirelli?

– Pudiera ser.

Llegan los postres y la presión no me ha remitido, a pesar del magnífico Matarromera. Me pregunto si también me van a largar de este empleo.

Cuando hemos volteado las seis de la tarde, veo salir de los bajos del restaurante un grupo de hombres silenciosos y lentos. La barba, el pelo encanecido y el perfil de águila muda de uno de ellos me produce un ahogo: ¡¿Es Correa?!

Ojalá sea su proximidad la causa de mi malestar y no el barrunto de un despido.

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