Desayuno de hotel

Teresa Muñiz. Título: De la serie espumas de mar. Temple al huevo sobre papel. 59 cm x 59 cm. Año 1992
Fotografía: Teresa Muñiz. Título: De la serie espumas de mar. Temple al huevo sobre papel. 59 cm x 59 cm. Año 1992
Teresa Muñiz. Título: De la serie espumas de mar. Temple al huevo sobre papel. 59 cm x 59 cm. Año 1992
Teresa Muñiz. Título: De la serie espumas de mar. Temple al huevo sobre papel. 59 cm x 59 cm. Año 1992

Desayunar en un hotel ya no es lo que era. Todo españolito de cualquier condición ha podido soñar y, en ocasiones, disfrutar de un opíparo desayuno de hotel. Los muy ricos y extravagantes observando indolentes desde su suite como enfilaba lento, pero decidido, el yate del amigo Clifford (96 metros de eslora) desde la dársena privada hasta mar oceana, mientras las burbujas de Champagne Armand de Brignac juegan en sus copas bohemias del siglo XIX a escribir desganadas palabras de amor.

Los turistas familiares con reserva de El Corte Inglés se atiborran de huevos y beicon, naranja pelada y piña, sus cinco o seis cruasanes por individuo, medio litro de zumo para empezar y, luego en la partida, el bolso gigante de mamá repleto de yogures y manzanas con su puñado de servilletas y esas tres cucharillas de café tan monas «¡que cómo me van a venir!»

Esos placeres ya no son posibles. O al menos no para esa sufrida clase media tan desgastada como los suelos de terrazo de los últimos (¿o fueron los primeros?) ambulatorios de Franco. Los ricos sí, los ricos siguen creciendo en sus conquistas magníficas de vinos extraordinarios (¿qué tal la cosecha de Petrus de 2010?), cocinas superexplosivas (las michelines se cuelan rutilantes en los bajos luminosos o las terrazas que hablan con los ángeles de los cinco estrellas y más) y otras ofertas excitantes que tienen que ver con los sueños provocados y el sexo que repta como el último diseño de la esperanza.

Los hoteles de tres y cuatro estrellas y la mayoría de casas rurales y otros encantos lo tienen todo racionado. O mejor aún: todo bien troceadito. Las unidades de naranja, las rajas de melón, el racimo de uvas o la pera…han desaparecido para convertirse en despieces de sí mismos. El cruasán no da ni para un bocado y las magdalenas en ocasiones parecen bolindres oscuros dentro de un papel ni siquiera manchado. Las lonchas de jamón de York o pato partidas hasta en cuatro trozos y esa gota de virgen extra que no sale ni a puñetazos. No hay ningún alimento envasado a la vista -sólo los mínimos paquetitos de azúcar resisten- el pan troceado, el yoghurt en barreños y el café mana sombrado de unas máquinas ruidosas, como de baquelita, que más parecen juguetes de niños curiosos y padres atolondrados.

En fin, el zumo desapareció y ay de aquel que lo encuentre y cometa el desatino de tomarlo, pues es muy probable que acabe el resto del viaje encerrado y dolorido en el escusado. Y el camarero, cuando aparece, suele ser amable y preguntón siempre: «¿por favor, me dice el número de su habitación?».

Hasta hace seis y ocho años los comedores de desayuno rebosaban de abundancias alimentarias nada exóticas, eso sí, pero hoy son expositores de mínimalismo y aire. Todo se decora de una ordenada escasez, todo es de un medio pelo muy peinadito. Sales con la sensación de que te has metido una zambomba en la panza cuyos recuerdos sonoros te llevarán durante toda la mañana hasta unos lugares llamados fábricas. Sí, las fábricas del pienso.

Se acaba de publicar Pan Soñado, el libro de Pepe Nevado y Teresa Muñiz que reúne más de cincuenta artículos del periodista y otras tantas pinturas de la artista publicados en este blog desde que comenzaran su colaboración hace ya dos años.  La primera edición de Pan Soñado se acompaña de un disco grabado en exclusiva por Tangoror

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