Oslo

La noticia de la última masacre terrorista en Europa me llegó por la radio, en el coche y conduciendo. Cuando la voz sobria y certera de RNE aún no había concluido el titular, en mi cabeza se había dibujado la imagen de Ernest Lluch. Su cara, entre irónica y expectante, y ese flequillo incorregible, estuvieron en la base de mi primer pensamiento inmediato y automático tras el choque: «Estos canallas siempre golpean más fuerte a quienes buscan la paz, o han decidido colectivamente, que la paz es la meta auténticamente moral del ser humano».

Sucede desde siempre en la historia – y aún antes de la historia, cuando la tierra era un revoltijo de hombres y dioses en busca de su sitio en el mundo -, las presas preferidas de los feroces son los pacíficos. Y los noruegos se esfuerzan desde hace generaciones en serlo. Allí se celebran los nobeles de la paz, allí se acogen a los perseguidos de todo el mundo y hasta allí acuden discretos negociadores de los diferentes puntos calientes del globo en busca de armisticios que detengan las bombas.

Los grandes sanguinarios saben que sus principales enemigos son pueblos como el noruego, los odian tanto como a los infantes de esos ejércitos que les combaten en las montañas. La paz es su enemigo primero. Ellos, esos criminales, se entienden mucho mejor con sus contrarios broncos y agresivos que les disparan con balas y con palabras desde los periódicos o los púlpitos políticos. Los buscadores de la paz como fueron Lluch, Tomás y Valiente o Yoyes no le interesan nada. Saben que su trabajo es la fábrica de la sal que les impide crecer.

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